Biografia

Entre los muchos espíritus que los jonios veneran, ninguno es tan histórico como el del dragón. Aunque algunos creen que encarna a la ruina, otros lo ven como símbolo del renacimiento. Pocos pueden decirlo con certeza, menos han podido canalizar el espíritu del dragón, y ninguno de forma tan completa como Lee Sin.

Llegó al monasterio Shojin cuando era niño, alegando que el dragón lo había elegido para ejercer su poder. Los monjes ancianos vieron destellos de su fuego en el talentoso niño, pero también sintieron su orgullo imprudente y el desastre que podía traer. Con desconfianza, lo aceptaron como pupilo, aunque, mientras otros avanzaban, los ancianos lo ponían a limpiar platos y fregar suelos.

Lee Sin empezaba a impacientarse. Ansiaba cumplir su destino, no perder el tiempo en tareas domésticas.

Cuando entró a escondidas en los archivos ocultos, encontró textos antiguos que describían cómo invocar el reino de los espíritus, y eligió alardear de sus habilidades durante la lección de combate. Impetuosamente, liberó la furia del dragón en una patada salvaje que paralizó a su instructor. Consumido por la vergüenza y desterrado por su arrogancia, el joven decidió redimirse.

Los años pasaron. Lee Sin vagó lejos, a lugares remotos, ayudando benévolamente a los necesitados. Al final llegó a Freljord, donde conoció a Udyr, un salvaje que canalizaba a las bestias primigenias de su tierra natal. El llamado Caminante Espiritual luchaba por controlar los poderes que se encontraban en conflicto en su interior, y Lee Sin empezó a preguntarse si controlar al dragón era posible siquiera. De la necesidad de orientación espiritual que ambos tenían, nació un vínculo, y Lee Sin invitó a Udyr a su viaje de regreso a casa.

Los dos quedaron consternados al escuchar que el imperio de Noxus había invadido y ocupado Jonia. Ni los monjes provenientes de todas las provincias habían podido defender el santo monasterio de Hirana, en lo alto de las montañas.

Lee Sin y Udyr se lo encontraron asediado. Los soldados noxianos habían irrumpido en el gran salón de Hirana. Udyr se unió a la contienda, pero Lee Sin dudó al ver a sus antiguos compañeros y a los ancianos cayendo bajo las espadas enemigas. La sabiduría de Hirana, Shojin y gran parte de la cultura ancestral de Jonia se perdería.

Sin ninguna otra opción, Lee Sin invocó al espíritu del dragón.

Una tempestad de llamas lo envolvió y le abrasó la piel y los ojos. Imbuido de un poder salvaje, acabó con los invasores en una ráfaga de rápidos puñetazos y patadas. El espíritu indomable brillaba con más fuerza con cada golpe.

Los monjes resultaron victoriosos, pero las acciones desesperadas de Lee Sin dejaron el monasterio en ruinas, y él no recuperó la visión. Al final, en la oscuridad de la ceguera, entendió que ningún mortal podría doblegar el poder del espíritu del dragón completamente a su voluntad. Devastado y atormentado, se vendó los ojos ciegos y se tambaleó por el camino que descendía por la montaña.

Pero los ancianos que sobrevivieron lo detuvieron. Al renunciar a su deseo de poder, su deshonrado pupilo estaba finalmente preparado para empezar de nuevo. Aunque no olvidarían su anterior arrogancia, los monjes le ofrecieron la absolución. En efecto, la ira del dragón era letal e impredecible, pero el alma mortal más humilde y digna podría contrarrestar su naturaleza feroz y a veces dirigirla.

Agradecido, Lee Sin se quedó con los monjes para reconstruir el monasterio. Una vez finalizado el trabajo, el Caminante Espiritual volvió a Freljord y se dedicó por completo a la búsqueda de la iluminación.

Durante estos años tras la guerra con Noxus, ha seguido meditando sobre su papel en Jonia. Consciente de que su tierra natal no se ha enfrentado a su última prueba aún, Lee Sin debe dominarse a sí mismo y al espíritu del dragón de su interior para hacer frente a cualquier enemigo que esté por llegar.

Historia

Raíces ancestrales, árboles sinuosos y frondosas enredaderas colgando de las rocas oscurecían casi por completo el camino de la opulenta jungla. Los tres hombres sudaban para intentar abrirse paso a machetazos. Sus corazones estaban llenos de codicia y soñaban con riquezas incalculables. Durante seis días, la jungla los había desafiado, pero ahora el templo se asomaba entre la vegetación. Su fachada había sido esculpida en una piedra colosal integrada en el terreno, y tenía flores rojas y azules esparcidas por la base. Unas estatuas serenas decoraban los nichos dorados, y guirnaldas de orquídeas doradas se enredaban en los aleros.

—¿Has visto, Horta? —dijo Wren—. ¿No te habíamos dicho que el templo era real?

—Siempre que los tesoros de dentro también sean reales —dijo Horta, dejando a un lado su hacha desgastada y sacando una espada recién afilada—. Los dos apostasteis vuestra vida por ello, ¿os acordáis?

—No te preocupes, Horta —dijo Merta, con una tos carrasposa—. Podrás comprarte tu propio palacio después de esto.

—Más me vale —dijo Horta—. Ahora sacad vuestras espadas. Y matad a quien se ponga en vuestro camino.

Los tres forajidos se acercaron al templo. El atardecer se reflejaba en las hojas de sus espadas. Horta se fijó en que las esquinas no estaban definidas; los bordes se juntaban entre sí en lugar de formar ángulos. Al entrar, pasaron entre dos sauces látigo jonios, cuyos troncos se curvaban para formar una entrada. Su corteza era tan blanca que parecía que la hubieran pintado.

—¿Por qué no hay guardias? —preguntó al entrar.

La pregunta quedó sin respuesta. Sus ojos se adaptaron a la penumbra sepulcral de una cámara labrada en la roca. El techo arqueado estaba tallado con bajorrelieves, y las paredes estaban cubiertas de brillantes y coloridos fragmentos de cristal que formaban un mosaico de vívidos paisajes, rebosantes de luz y vida. Sobre los pilares de bronce tallado se apreciaban losas de marfil grabadas con parábolas de Shojin, y desde los nichos socavados, los ídolos de azabache con gemas incrustadas observaban impasibles. Las estatuas de dioses guerreros decoradas con oro miraban hacia abajo desde los pedestales de pórfido y jade.

—Cogedlo —dijo Horta sonriendo—. Cogedlo todo.

Wren y Merta enfundaron sus espadas y abrieron sus bolsas. Empezaron a llenarlas con todo lo que tenían a mano: estatuas, ídolos y gemas. Gritaban de júbilo por la fortuna en oro que estaban acumulando. Horta daba vueltas por la cámara, pensando en cómo los mataría al volver a la civilización, cuando notó que una de las estatuas se estaba moviendo.

A primera vista, habría pensado que era un ídolo de un monje guerrero, sentado con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en las rodillas. Le había estado dando la espalda a Horta, pero ahora el hombre estaba de pie y se había girado sobre sí mismo con la facilidad y fluidez de una serpiente enroscada. Era esbelto y estaba muy musculado. Llevaba unos pantalones anchos y una bandana roja que le cubría los ojos.

—Parece que esto no estaba tan vacío —dijo Horta rodeando con los dedos la empuñadura envuelta en cuero de su espada—. Bien. Estaba deseando hacer pedazos a alguien.

—Tres hombres —dijo el monje inclinando la cabeza hacia un lado, como si escuchase sonidos que solo él podía oír—: uno con un pulmón dañado, otro con un corazón débil que no durará más de un año.

El monje ciego se giró y clavó la mirada directamente en Horta, aunque estaba claro que no podía ver nada a través de la gruesa tela que le cubría los ojos.

—Tienes la columna torcida —dijo—.Te duele en invierno y te obliga a inclinarte hacia la izquierda.

—¿Qué eres? ¿Una especie de adivino? —preguntó Horta, relamiéndose con nerviosismo.

—Soy Lee Sin —dijo el monje, ignorando la pregunta.

—¿Y eso debería decirnos algo? —preguntó Horta.

—Os doy solo esta oportunidad para que devolváis lo que habéis cogido —dijo Lee Sin—. Luego marchaos de este lugar y no volváis nunca.

—No estás en disposición de ordenar nada, mi querido ciego —dijo Horta, dejando que la punta de su espada arañase el suelo de piedra—. Nosotros somos tres y tú ni siquiera tienes armas.

Wren y Merta se rieron con nerviosismo, temerosos de la seguridad del monje a pesar de su ventaja en número. Horta hizo un gesto con la mano que le quedaba libre y sus dos acompañantes se pusieron a los lados del monje, desenfundando sendas espadas curvadas de sus vainas de cuero.

—Este es un lugar sagrado —añadió Lee Sin, con gesto triste—. No debería ser profanado.

—Acabad con la miseria de este pobre ciego—dijo Horta haciendo un gesto con la cabeza a los otros dos.

Wren dio un paso adelante. Lee Sin ya se estaba moviendo antes de que su pie tocase el suelo. El monje pasó de estar completamente quieto a convertirse en una masa borrosa de movimiento en un abrir y cerrar de ojos. Giró su brazo como un látigo y el borde de su mano golpeó el cuello de Wren. El hueso se rompió y el bandido cayó al suelo con la cabeza girada en un ángulo poco natural. Lee Sin esquivó la espada de Merta cuando este intentó rajarlo. Había sido un ataque incontrolado y a su regreso, la espada pasó por encima de la cabeza de Lee Sin. El monje se deslizó por el suelo y giró sobre sí mismo para golpear con la espinilla la pierna de Merta. El bandido se desplomó y su espada cayó golpeando el suelo empedrado. Lee Sin dio un salto impulsándose con los pies y clavó su talón en el esternón de Merta.

Este dejó escapar un grito ahogado de dolor cuando se le partieron las costillas y las astillas de los huesos se clavaron en su débil corazón. Las gemas robadas se esparcieron fuera de la bolsa que se le había caído, al mismo tiempo que sus ojos se llenaban de agonía mientras luchaba por respirar como un pez fuera del agua.

—Eres rápido para ser un monje —dijo Horta, moviendo su espada en el aire en una serie de maniobras cegadoras—. Pero a mí tampoco se me da mal la espada.

—¿Crees que eres rápido? —preguntó Lee Sin.

—He sido entrenado por el mejor, así que no te resultaré tan fácil de derrotar como esos dos idiotas —dijo Horta, señalando con la cabeza los cuerpos de sus antiguos compañeros.

Lee Sin no respondió mientras giraban el uno alrededor del otro. Horta observaba, mientras que el hombre ciego percibía cada uno de sus movimientos. Los pasos del monje eran fluidos y precisos, y Horta tenía el incómodo presentimiento de que cada segundo que pasaba le estaba revelando a su oponente una más de sus habilidades.

Con un grito, se lanzó hacia el monje, atacando con rápidos movimientos altos y estocadas. Lee Sin sorteaba los ataques, moviéndose como una hoja arrastrada por el viento cada vez que esquivaba, bloqueaba y se escapaba de los golpes desesperados de Horta. No detuvo su espada en ningún momento, lo que forzó a Lee Sin a retroceder en cada ataque. El monje no había empezado a sudar siquiera. Su boca impasible, los ojos cubiertos y su tranquila arrogancia exasperaban a Horta.

Se preparó para un último ataque, en el que pondría en práctica cada día de entrenamiento y haría acopio de toda la furia y la fuerza que pudiese. Su espada cortaba el aire que rodeaba al monje, pero no llegó a hacer contacto con su piel ni una sola vez.

Lee Sin lo esquivó una última vez, dobló las rodillas y puso su cuerpo en tensión.

—Eres rápido y no tienes ningún talento —dijo, con los tendones palpitando bajo su piel—, pero la rabia inunda todos tus pensamientos. Te ha consumido y te ha llevado a la muerte.

Horta notó que la temperatura de la cámara subía a medida que los flujos de energía se fusionaban alrededor de Lee Sin. Un intenso vórtice envolvió al monje y Horta retrocedió aterrorizado, dejando caer su espada. Lee Sin temblaba, como si intentase controlar energías más poderosas de las que podía contener. El sonido de un viento creciente resonó en las paredes de la cámara.

—Por favor —dijo Horta—. Lo devolveré. ¡Lo devolveré todo!

Lee Sin dio un salto, empujado por el potente huracán de energía. Sus pies golpearon el pecho de Horta, que cayó hacia atrás y se estampó contra el muro, lo que provocó que la piedra se resquebrajara. Se desplomó en el suelo y cada uno de los huesos de su columna vertebral se hizo pedazos como cerámica rota.

—Tuviste la oportunidad de evitar esto, pero no la aprovechaste —dijo Lee Sin—. Ahora estás pagando el precio.

Horta comenzó a perder visión a medida que la muerte se acercaba, pero alcanzó a ver cómo Lee Sin volvía a sentarse. El monje le daba la espalda, tenía una postura relajada, y el vórtice de energía letal comenzaba a disiparse.

Lee Sin agachó la cabeza y se sumió en su meditación.